Los Cinco Hijos, 1980 / Ricardo Orlando Manzo / Óleo – 0.60 x 0.805 m / II Bienal de Arte Paiz

 

(…) 
Solamente quedó en la calle la gallina, picoteando el suelo.

 

***

 

Luego de recoger del anciano las señas de cómo llegar, buscaron de nuevo a Tereso, que parecía haberse desvanecido en una cuadra sin puertas aparentes.

—A este lo vamos aencontrar al pulso del huele —dijo Cinco, señalándose la nariz. Sugirió que subieran por la calle, que anduvieron hasta dar con la entrada de un callejón, la cual no se notaba sin un esfuerzo por encontrarla. Al asomar, pudieron distinguir un sutil hálito de guaro.

—Por aquí mero es…

Las paredes se curvaban para ocultar la puerta y, al subir la vista por unas gradas, ahí estaba la espalda del Tereso, empinándose otro trago

—¡La gran chucha con vos! —gritó Cinco.

—Eso te pasa por confiarte de este —dijo Uno—. Si miralo, agarrado con trampa en el puro monte lo han de haber hecho…

         Lo tuvieron que guiar por la calle hasta pasar un puente a cuyos lados un hombre amarraba tablones a manera de pasamanos. Ahí descendieron por un gancho del camino, disimulado entre la maleza, hasta las aguas superficiales de un río cuyo cauce pasaba bajo el puente, el cual aún alcanzaban a ver entre helechos.

Cinco tomó a Tereso de la solapa y lo acercó a unas piedras pulidas por el paso del agua, salpicando con la mano la cara del cazador para que espavilara del mareo alcohólico.

—Te necesito bien al tiro, indio cabrón…

Tereso manoteó. Luego, hallándose libre de la mano de Cinco, se lavó la cara por sí mismo y se sonó los mocos, juntó flema y la dejó ir entre la espuma de la corriente. Irguiéndose, se arremangó más el pantalón cuto y atravesó el río a grandes trancos.

Uno, en cambio, se puso a buscar un camino invisible para no mojarse. «Aquí no hay de otra», escuchó decir mientras aguzaba la vista. Su compañero se descalzaba.

—Se va a tener que mojar, mi lic… —sonrió Cinco, arremangándose el pantalón hasta arriba de la rodilla—. Va a haber que hacer igual que este —y señaló con la boca al otro lado del río.

—Are’ ta ne’ kawaj —murmuró Tereso, encendiendo un cigarro de tusa que parecía haber materializado del aire.

—¡Chish! ese hedor —se quejó Uno.

—Pero mantiene a los zancudos a raya —replicó Cinco. Ambos policías se palmoteaban, espantando bichos voladores—. A estos no los molestan porque ya están curtidos, son otra alimaña.

—Jas che je’ wa’ kib’ij, ri uj qach’aj ri kaqan, man uj je’ ta jas ix.

—¿Y ahora?

—Hay que seguir el río contra la corriente hasta encontrar medio puente de piedra, encaramarnos, y de ahí solito el camino nos tira. Así dijo el doncito.

Media hora más de marcha, en la que uno y otro lado del río se iban volviendo disparejos. La otra orilla opuesta se fue levantando hasta formar un peñasco, mientras que en la que andaban ellos les costaba cada vez más sacar los pies de la hojarasca.

 

 

A Cinco le llamó la atención la sutil crecida de las aguas, cuyo caudal arrastraba lentamente un conjunto de mariposas que bebían de un bulto que estimuló su curiosidad. Al principio creyó ver una tortuga, pero, al penetrar los rayos de sol en la polución de la corriente, pudo apreciar un cuerpo aparentemente humano entero, las extremidades lánguidas de un ahogado que flotaba panza arriba. Otras veces había visto cuerpos cuyos rostros eran un festín para los insectos, pero el hecho de que esta vez fueran mariposas le causó un asco que, él mismo reconoció, estaba fuera del lugar luego de haber visto tantos muertos. Debía informar de inmediato a su compañero, aunque la anticipación del olor que tendría el supuesto cadáver lo hizo preguntarse si era absolutamente necesario. ¿Podía tratarse de un incidente inconexo al caso? Un segundo después le encontró la cola. No era un cuerpo muerto aquello, ni humano. Conforme la corriente lo fue llevando más cerca, se dio cuenta de las verdaderas dimensiones de un caimán. Nada que ver con los cuasi-troncos achaparrados que había visto en el zoológico.

Cinco se preguntó si los demás lo habían visto, si sería importante avisarles, ya que podía ser peligroso. Descartó la idea. Solo se llevó la mano a la cacha de la pistola… «¿por qué habría que dispararle?», pensó. Quizá aquello denotaría más miedo que prudencia de su parte.

El lagarto pasó flotando lentamente con la fiesta de mariposas que le bebían las lágrimas, apenas reparando en el mamífero policial de la orilla, que se sentía reducido, humillado, por su sola existencia.

—Ahí está ve —dijo 

Delante de ellos, como levantándose para encarar el peñasco, medio puente de piedra dejaba caer su velo vegetal para que este acariciara la corriente, que se había nutrido de hilos imperceptibles hasta enfurecerse, haciéndose infranqueable.

Subieron por una rampa de ladrillos derrumbados al tramo remanente, notaron que la construcción daba continuidad a una calzada empedrada, ancha y relativamente bien conservada . Aquí la percepción de Uno fue invadida por una sensación de cambio. Incluso el verdor de los árboles sobre su cabeza le parecía más claro. Había florecillas en las plantas alrededor y el aire tomó un gusto dulce, lácteo. Se sorprendió alegre, optimista, como si el caso hubiera vuelto a tomar un buen rumbo; pero su naturaleza desconfiada lo hizo cuestionarse a qué se debía aquel bienestar inusitado y no encontró otra explicación que la atmósfera misma: no había más nubes de mosquitos y el aire fangoso del río había quedado debajo, junto a la vibración de su torrente. Además, la evaporación del agua que les salpicó los refrescaba de forma agradable.

—¿Faltará mucho? —preguntó.

—No, tata —respondió Tereso, quien sostenía su fusil con ambas manos, como buscando algo con la mirada entre la maleza.

En aquel momento Uno se explicó, por fin, por qué su compañero había insistido en traerlo. Era la primera vez que entendía lo que decía Tereso, pensó que seguramente el recuerdo de aquel lugar se hacía más vívido conforme se iban acercando y algo en él estaba despertando. Hizo un gesto con la cabeza que fue comprendido por Cinco, quien rompió la tensión del momento dando un tono campechano a su altisonante voz.

—Ajá, ¡si todavía tenés buenos ojos y buena memoria, vos Tere!

De un tronco casi totalmente abrazado por una enredadera salía una viga robusta. Dos cadenas oxidadas sostenían una tabla cuya pintura anunciaba en caligrafía primorosa «La Joaquinita». Detrás, una red de cuscuta envolvía los esqueletos empantanados de un jardín y, más allá, cortinas de helechos, telarañas y nidos de animales deformaban la fachada de la casa patronal, de la que aún sobresalían algunas agujas apuntando hacia el cielo. Las verjas oxidadas habían caído hacia adentro sobre una agua verdosa, de la que sobresalían algunos bloques de piedra, que alguna vez marcaron un sendero entre la grama. A la par del espacio cuadrado de la casa y sus jardines, un reguero de escombros hacía de camino hacia la parte trasera.

Cinco llamó la atención de sus compañeros sobre aquella posible ruta y la siguieron en silencio, abrumados por la presencia de la casa, sus bestiales vestigios, que daban la sensación de respirar como un depredador agonizante. Caminaban procurando hacer el menor ruido posible. En verdad sentían que el edificio podría levantarse para aplastarlos de un zarpazo. La casa fue adquiriendo formas comprensibles para sus mentes hacia el traspatio y las cuadras, saliendo de entre una maleza cuyo espesor no parecía corresponder al tiempo que llevaba en abandono. Además, el color del follaje que la cubría también era distinto al del resto de vegetación de los alrededores, porque buena parte era de hojas rojizas y púrpura con tallos negros, sobre todo la que colgaba de lo alto de los muros.

 

Fueron sorprendidos por un sonido que ninguno pudo identificar. Se hubiera dicho que era mecánico, pero observando atentamente el suelo alrededor dieron con una rana que pedía ayuda. Era una solo cabeza y una pata que intentaba asirse, desesperada, al aire, mientras un animal que no alcanzaban a ver la jalaba dolorosamente hacia su madriguera subterránea. A cada paso se les hacían más claros los trazos de altos arriates y una escalinata se tendió ante sus pies entre una alfombra de hierba floreada, la cual conducía a un segundo piso, cubiertos de rectángulos erguidos, coronado por almenas y rodeado de balcones. En la planta baja, ahora parcialmente inundada, se adivinaban ventanas con arcos y fuentes que incubaban libélulas en sus cántaros incrustados. Aún colgaban restos de lazo de los postes para amarrar caballos y jirones de cortinas abrigaban capullos y larvas en las ventanas.

Subieron, probando a cada paso la estabilidad del siguiente escalón de mármol.

El pasamanos parecía nuevo en comparación a todo lo demás, la pintura lo había conservado del óxido. En un tapete, a un lado del arco que daba paso al interior, aún se alcanzaba a distinguir la impresión de la palabra «Wellcome». Cinco se persignó sin poder captar el gesto burlón de Uno.

Dentro, aún habían muebles que aparentaban estar intactos entre una selva que asomaba sus nervaduras por la superficie del concreto. La alfombra se había hecho una misma cosa con el musgo y presentían que una fiera podía estar acechándolos desde su guarida, desde algún recoveco. Tereso se adelantó, sosteniendo el fusil con ambas manos. Apuntaba desde la cadera cuando desapareció a la vuelta de un muro.

Desde una habitación contigua percibieron un movimiento brusco y luego sobre sus cabezas.

—¡Quelenken! —tronó la lámina de las agujas bajo patas de animales huyendo.

—Xaqxu’ kuk k’olik —volvió diciendo Tereso, relajado, ya con el fusil al hombro.

—Aquí es —dijo Uno, fijándose en una puerta blana de doble hoja. Intentó dar vuelta a la manija. Estaba cerrada.

Cinco tomó el picaporte y se dispuso a echar la puerta al suelo golpeándola con el hombro pero, a la primera fuerza, las bisagras cedieron y una baba negra brotó del borde superior del vano. Uno tomó a su colega por el brazo, justo a tiempo para retirarlo y evitar que se manchara.

—Mejor busquemos algo con qué… —empezó a decir, pero una patada de Cinco bastó para echarla al suelo con todo y marco, causando conmoción en el reguero de polvo y exoesqueletos que alfombraban la habitación del patrón. Una cama, podrida, aún tendida, era tan opulenta como podía esperarse. Barandas de cedro tallado, colgaduras de seda.

Uno se encaminó directamente a la mesita de noche y comenzó a trastearla. Encima, junto a la base de una lámpara de porcelana, estaban los restos de un sobre desmigajado por larvas de polilla, reconocible solamente por las esquinas. La gaveta superior se le resistió, pero tras un tirón, y con la ayuda de un cuchillo utilitario que llevaba al cinturón, el cerrojo despidió un aliento a encierro, dejando al descubierto un ejército de frasquitos de medicamentos, pinzas, cortauñas, navaja de afeitar y una Biblia en dos idiomas con pasta dura, la cual contenía una extensa y galante dedicatoria de su puño y letra a Ernest Morris. Era un regalo del mismísimo presidente.

Uno le dio vuelta con el cuchillo, revisando que todas las arañas y ciempiés hubieran huido tras la apertura de la gaveta. Luego anotó en su cuaderno «Morris ¿apodo? O Mor, alias».

—Interesante. ¿No le encanta cuando el asunto se pone bíblico? —comentó Cinco a su compañero. Cambiaban del «vos» al «usted» indistintamente, pero casi siempre el «usted» elevaba la tensión entre ambos por su tono formal.

—Todo mundo tiene una Biblia en su casa, agente.

—Eso no es cierto, y se puede averiguar mucho de la relación de un hombre con la Biblia. Vi que se persignó cuando entramos. ¿Usté cree en Dios?

—¿Por qué no mejor me pregunta si soy comunista y me pega un tiro en la nuca?

—Tranquilo, detective, se lo pregunto porque yo, por ejemplo, soy ateo…

Uno pudo notar en la sombra de su compañero que descruzaba los brazos. Cinco estaba alterado. No podía «leer» aquella confesión, presintiendo en ella una trampa cuyo detonador ni propósito lograba descifrar.

—Tranquilícese —continuó Uno—. Se lo digo porque estoy bastantito harto de estar pretendiendo que soy creyente. Detesto eso del cuerpo de policía, ¿sabe? Es de las pocas cosas que no me gustan. Todos son súper católicos, pocos son protestantes y tienen que susurrar cuando le confiesan a uno que son «cristianos».

—¿Y usté qué les contesta que es, pues?

—Lo mismo, cristiano. Si es un católico quien me lo pregunta basta decirle que me bautizaron católico y se da por satisfecho.

—¿Y por qué me cuenta esto? —Dijo Cinco frunciendo el entrecejo, como si aguzar la vista fuera a permitirle dilucidar mejor las intenciones de su compañero—, ¿qué confianza le he dado yo?, ¿cómo sabe que no lo voy a señalar de comunista?

—No sé qué vaya a hacer con eso después, pero por ahora quería que lo supiera porque mire…

Entonces Uno le mostró varias páginas que tenían dobleces en las esquinas y leyó en voz alta la traducción de las citas que en ellas su antiguo dueño había subrayado:

 

—«Y Dios dijo: Toma ahora a tu hijo, tu único, a quien amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré. Génesis 22:2.

»Entonces dijo Moisés: Me acercaré ahora para ver esta maravilla: por qué la zarza no se quema. Cuando el SEÑOR vio que él se acercaba para mirar, Dios lo llamó de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí. Entonces Él dijo: No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar donde estás parado es tierra santa. Éxodo 3:3-5.

»Sube a una tierra que mana leche y miel; pues yo no subiré en medio de ti, oh Israel, no sea que te destruya en el camino, porque eres un pueblo de dura cerviz. Éxodo 33:3.

»Si el Señor se agrada de nosotros, nos llevará a esa tierra y nos la dará; es una tierra que mana leche y miel . Números 14:8.

»…Y les diste esta tierra, que habías jurado dar a sus padres, tierra que mana leche y miel. Jeremías 32:22.

»los cuatro seres vivientes, cada uno de ellos con seis alas, estaban llenos de ojos alrededor y por dentro, y día y noche no cesaban de decir: «Santo, santo, santo, es el Señor Dios, el todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir». Apocalipsis 4:8.

»…Y se les aparecieron lenguas como de fuego que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba habilidad para expresarse. Hechos 2:3-4…».

 

Uno levantó el rostro de la lectura en un gesto teatral y retador

—¿Ajá?, y… —Cinco sentía los ojos de Uno atravesándolo.

—Exacto. No ha entendido usted nada y mírese… —el rostro de Cinco se frunció— …está pálido. Le mostré apenas unos trazos de un asesino en una Biblia y se descompuso…

 

Cinco estaba indignado sin hallar un pie para enojarse.

—Cálmese —atajó Uno—. Mi punto es que sería un poco estorboso que yo creyera en Dios o el Diablo para este asunto, ¿no le parece?

—¿Cómo así?

—Que, así como no estoy afiliado a ninguna religión, tampoco creo en espíritus, demonios, fantasmas ni nada parecido.

—¿En qué cree, entonces?

Uno volteó a ver al techo con los ojos cerrados, contrariado. Sabía que la conversación podía irse hacia ese callejón hediondo de las evasivas teológicas y las ambigüedades filosóficas, pero no creyó que fuera a pasar tan pronto.

—Creo en lo material, detective, pero bueno, dígame: ¿Acaso no ha encontrado rosarios, medallitas y turnos para cargar entre las cosas de comunistas?

—Sí.

—Bueno, pues así como no todos los comunistas son ateos, no todos los ateos somos comunistas. ¿Ya? —Cinco parecía satisfecho con aquel razonamiento tan escueto—. Ahora bien, dígame: ¿entendió algo de los versículos?, ¿le dicen algo?

—No, francamente no. Me recuerdan al colegio de curas, eso sí.

—A mí me dicen algunas cosas: no hay ninguna enseñanza moral, no hay ninguna alusión a Jesús, más bien parece que a Dios le interesa el contacto directo con sus profetas —dijo Uno, mientras anotaba a toda velocidad en su cuaderno—. Lo de Isaac podemos relacionarlo con la forma ritual que daba a sus asesinatos. Es probable que creyera que tenía una especie de misión sagrada. Que creyera haber oído un llamado, algo que tiene que ver con el fuego… Está la zarza ardiendo, las lenguas de fuego sobre los apóstoles en Pentecostés y el holocausto en el que Abraham hubiera tenido que ofrecer a su hijo. Tres pasajes alusivos al fuego, ¿ve? Hay otros tantos relativos a una tierra en la que fluye leche y miel. No sé si por esto clama algún derecho divino a una tierra abundante o es, en su cabeza, una metáfora de la promesa de un paraíso… o sencillamente tiene una fijación con la leche y la miel. Incluso puede ser una alusión a volver a la niñez…

Uno estuvo por emitir un «¿Qué cree usted?» pero prefirió no importunar más a Cinco con sus retos, así que terminó de anotar en su cuaderno y lo cerró, haciendo sonar la pasta.

—Ahora ayúdeme con esto… —dijo por fin, y sintió que su orden sacó un poco a Cinco de sus cavilaciones. El ropero estaba entrecerrado. Habían forzado la puerta, llevándose todo lo que había dentro.

—Entraron por la ventana —remarcó Uno, señalando los vidrios rotos en el suelo—. Dejaron la escalera apoyada en el balcón, incluso —el compartimiento inferior había pasado inadvertido para los saqueadores—. Meta el cuchillo ahí ve, yo voy a jalar de aquí…

Un crujido anunció el vencimiento de la gaveta secreta y su apertura puso frente a sus ojos una bolsa de rafia bastante bien conservada, cruzada por carreteras brillantes de baba de caracol. Con la punta del cuchillo levantó un borde para ver dentro. Cuando se hubo cerciorado de que no había alimañas, regó el contenido sobre el suelo. Al menos diez fotografías y cuatro daguerrotipos.

En la primera aparecía una mujer menuda, anciana, de tez morena, vestida con andrajos, mutilada. Junto a ella, de pie, un hombre alto, blanco, flaco, de bigote poblado y vestido como un cazador de caricatura, sostenía el muñón del antebrazo de la mujer, obligándola a mostrarlo.

—Esto era bien común aquí en las fincas —comentó Cinco—. Probablemente trató de escapársele o ayudó a alguien a escaparse. Este debe ser el mero patrón, ve…

En otra fotografía aparecía el mismo hombre siendo transportado a las espaldas de otro hombre, mucho más pequeño, en un canasto.

—Así atravesaban las montañas a veces. Lujo, ¿verdad? —Cinco peló los dientes en una sonrisa envidiosa y añorante a la vez—.Yo digo que andar así ha de ser menos incómodo que cruzar todas estas veredas en burro.

La siguiente era una imagen frontal de la casa en sus mejores tiempos.

—Mirá qué belleza de jardín tenía —dijo Uno

Las agujas, ahora destartaladas, mostraban sus láminas bien clavadas y pintadas, haciendo juego con una hilera de cipreses romanos justo detrás de las verjas de entrada, dotando al conjunto con un ritmo de formas puntiagudas. Seguida de esta, había una fotografía oficial del presidente Manuel Estrada Cabrera con su madre («Esta es la tal Joaquina», pensó Uno); y luego otra que mostraba una fila de mujeres jóvenes mayas contra un paredón, el seño fruncido en un gesto inentendible para Uno, sin güipil, los pechos expuestos bajo el sol y al reverso de la imagen, escrita a mano, una dedicatoria: «Para mi querido amigo…».

Las demás fotografías eran paisajes de lo que alguna vez fueron las propiedades de Ernest Mor. En los daguerrotipos figuraban dos mujeres. Una adulta y otra niña. Por sus aspectos podía tratarse de la misma mujer en dos edades diferentes. Detrás de uno decía, anotado a lápiz, «Justa Ernestina»

—Es la hija —una sonrisa le tajó el rostro a Uno—. Entonces esta debe ser la esposa —buscó, pero no había anotaciones.

—Sé que ella murió poco después de haber venido, de disentería, ahora la hija es más bien una leyenda —comentó Cinco—. A nadie le quedó muy claro qué fue de la niña. Muchos decían que desapareció, otros que él mismo la mató.

—Estos son muy frágiles… —dijo Uno metiéndose ambos daguerrotipos en la bolsa de su camisa. Guardó algunas fotos entre las páginas de su cuaderno y éste lo resguardó en la bandolera de cuero que le cruzaba el pecho.

—¿Se va a llevar eso?

—Claro, nos va a servir. No se altere, detective, si don Mor viene a reclamárnoslas en la noche le voy a explicar lo mismo que a usté’.

Cinco sonrió con amargura. Volvieron al vestíbulo del segundo piso donde, apoyado en una pared, Tereso escupía la pepa de un jocote. Mientras avanzaban hacia la parte delantera de la casa, fueron notando cómo la atmósfera cambiaba.

—De veras que a esta parte de la casa le prendieron fuego —dijo Cinco, a lo que Uno respondió sacando su cuaderno y anotando mientras desaprobaba con la cabeza.

—Estas son cosas que hay que saber de primas a primeras y usted no me las está diciendo —reclamó, mientras observaba cómo las paredes se iban cubriendo de trazos—. Esto no es tizne del incendio, alguien rayó con carbón…

—Es la gama de San Gamaliel, lo que le mostré antes…

Encontraron estantes vacíos, piezas de cerámica barata que retrataban a niños pastores de rizos dorados tocando una flauta con los ojos celestes adormecidos tiradas por el suelo, trozos de princesas vestidas con corsé y faldas abombadas, animales sonrientes. Basura.

Intentaron meterse a un baño. Al jalar la puerta entró una corriente de aire y pudieron entrever en lo alto del marco que el techo había colapsado, imposibilitando el paso.

Una escalera de caracol aún descendía al primer piso, donde las hilachas de una hamaca entre libros podridos precedía la entrada al estudio, cerrado con una cadena. El el olor le recordaba a Uno al de la biblioteca municipal. Cinco la pateó la cadena que les impedía el paso.

—Se le da muy bien resolverlo todo a patadas, amigo, pero creo que ahora vamos a tener que jalar…

Cinco, siendo el más fornido del grupo, tomó un extremo de la cadena y ordenó a Tereso tomar el otro. Tiraron de ambas colgaduras, echando los pesos de sus cuerpos hacia atrás. Los goznes tronaron. Abrieron una hoja por el lugar en el que se había desprendido del marco, justo lo suficiente para caber. Olía a gallinero. Había plumas descompuestas en la pared, insectos voladores sobre pequeños charcos guardados de la última lluvia, un candelabro derrumbado en el suelo y un altar con un relieve del glifo Ek’ sobre los restos de una pintura al óleo carcomida por hongos.

—Mire, mire aquí —dijo Cinco. Un sol en la esquina, apenas distinguible, mostraba los colmillos de su rostro de jaguar, un trazo oscuro surgía de la parte inferior y se perdía hasta llegar a un muñón indistinguible—. Estoy segurísimo de que este era un San Gamaliel. Lástima que a este cuarto sí le entró mucha humedad, hombre, si no hasta le explicaba de qué va su traje —dos claraboyas dejaban entrar un poco de luz.

—También podría habérmelo explicado haciendo un dibujo, y en la oficina, en la capital, antes de venir.

—No, no, no. Es que no me sé el traje. Si lo viera en grande sí me acordaría de qué significa… mas de algo…

—¿No había uno en la cantina donde encontramos a su compadre, el Tereso ese?

—Sí, pero ese no era de los meros. La gente a veces solo pintaba encima de un San Miguel Arcángel y le ponía una que otra cosa de San Gamaliel. El de la cantina era de esos…

Un esquinero era lo mejor conservado en la habitación, que parecía adornada con serpentinas de musgo blanco. Uno tuvo una súbita revelación, palpable en su voz al solicitar.

—Detective. Voy a necesitar que me haga favor de volver a la mesita de noche y que me busque, ahí donde encontramos la Biblia, si no se quedó una llavecita de esas cuadradas y cabezonas de antes.

Cinco salió con incredulidad y volvió de inmediato, sosteniendo una llave entre el pulgar y el índice, como si le tuviera miedo. Estaba sorprendido del poder deductivo de su compañero.

Uno metió la llave en la cerradura del esquinero, de donde vio salir una lágrima oscura. Sintió que había aplastado a una criatura dentro del cerrojo.  Abrió. Cientos de pequeñas arañas se precipitaron fuera, haciéndolo caer de culo y provocando que Cinco se diera la grande riéndose y machucándolas .

—¿No le asustan los espantos, pero sí las arañas, agente? —rió el detective.

—Una araña sí puede matarlo a uno —respondió el agente, viendo que bajo los restos de telaraña y de insectos muertos había un cuadernillo. Lo sacó con cautela y le dio vuelta.

Ahí estaba, por primera vez ante sus ojos, la figura de San Gamaliel Arcángel.

El cuadernillo se trataba de un antiguo libro de rezos, la mayoría de los cuales estaba en un idioma que le era ajeno a ambos y, de lo que estaba en español, a casi nada le hallaban sentido o familiaridad, salvo a un par de letras de canciones populares que habían oído en la radio o interpretada por algún conjunto de marimba en una fiesta

 Este hombro tiene el mismo glifo ese de la paré’ y que usté’ ya me había mostrado en la capital. Significa estrella, y este otro glifo también, creo que para los garífunas o para los aztecas, algo así.

—¿Garífuna? ¿Eso no es más como por la costa de Honduras?

—Aquí también trajeron muchos negros a trabajar en las fincas.

—Ah, sí, lo de los caribeños que me había contado.

—Ajá, por eso es que es negro San Gamaliel, pues…

Uno sintió cierta vergüenza consigo mismo. ¿Cómo no había notado que era negro?

—Y aquí está el sol, mire. Es como que su lanza, o su hacha. Un arma mitológica que usaba supuestamente San Gamaliel. Se llamaba Irúfumali.

—¿Y para qué la usaba?

—Eso sí a saber, usté’. Lo que sí le puedo contar es que mucha gente de antes tenía a veces solo el sol pintado en algún lugar y ya con eso se sabía que eran feligreses de su culto.

—¿Había una iglesia de San Gamaliel?

—Decía la gente de antes que sí, pero parece que le prendieron fuego. Tendríamos que ir a preguntarle a la gente de por aquí, a los meros viejitos. Ya ve que ni el Tereso se acordaba bien de cómo venir…

—También habría que preguntar si saben de qué especie de ave eran las plumas —dijo Uno volteando a verlas—. Mejor ni las movamos porque quién sabe qué animales vayan a salir de ahí —golpeó unas cuantas veces el librito de oraciones, para cerciorarse de que no acarreaba ningún bicho, y lo guardó en la bandolera, pensando en el otro libro de rezos, el que encontró en la caja de evidencias. Notó que además de las plumas, clavadas a la pared, había restos de las pieles de dos monos. Salió. Era ya tarde y el hambre los apretó por primera vez—. Solo vemos otro cuarto y nos regresamos al pueblo, digo yo.

—Man kattak’i ta k’a jela’ xa rumal che sib’alaj k’atinaq winaq’ katzaqik —escucharon decir a Tereso.

—Solo que no se vaya a parar más allá, que eso está muy quemado y…

Un crujido grave en la madera ennegrecida hizo estremecer al grupo y Uno desapareció entre los maderos carbonizados del suelo del pasillo que conducía a la parte frontal de la casa. Cayó sobre sus piernas y terminó de aterrizar de costado. Se precipitaron, junto con algunos rayos de luz, varios maderos achicharrados sobre su cabeza.

—¡Agente! ¡Agente! —gritó Cinco y desde abajo le llegó un quejido—. Ah bueno, al menos está vivo…

Uno se quitó los maderos de encima. Sintió el cuerpo húmedo. Una vez sus ojos se adaptaron a la oscuridad, se dio cuenta de que se estaba incorporando de una baba oscura que le provocó asco. Olía a tierra mojada y animal muerto. Luego tuvo miedo ya que, además del agujero sobre su cabeza, no había otra entrada de aire o luz y presentía en la oscuridad unos ojos fijos sobre sí.

—Detective, busque algún lugar por donde pueda subir —gritó. Cinco y Tereso ya estaban buscando.

Está difícil —fue todo lo que dijo el detective. Tal comentario encolerizó a Uno.

—¡Por eso le estoy pidiendo que busque, de-tec-tive!

—Es que puede que la entrada esté del lado quemado y ahí ya no pasamos, usté’…

La angustia comenzó a apoderarse de Uno. Apenas distinguía una pared de piedra y en ella las huellas de cueros de animales que se habían descompuesto con el paso de los años, un mueble de estantes con pequeños trozos de madera, teclas de marimba, cajas; quizá una alacena y una vitrina con frascos. Oyó la voz de Cinco sobre su cabeza:

—Mire, le voy a aventar la carterilla de fósforos, así al menos tiene con qué iluminar. Tal vez encuentre desde ahí una forma de subir…

Refunfuñando, aceptó la ayuda. Recibió la carterilla con las manos juntas, con todo el nerviosismo de no humedecerla ni dejarla caer. Sabía que quizá  su vida dependía de aquellos pequeños fuegos. Pensó cuidadosamente hacia dónde caminar mientras presionaba la cabeza del fósforo contra franja de ignición de la carterilla. Antes de encenderlo, presintiendo que no podría salir de ahí sin alterar en algo el orden de la habitación, se acercó a la estantería. Movió con un dedo una de las cajitas y escuchó un sonido de tecla de marimba al hacerla caer sobre las demás. También se acentuó el olor a muerto.

Luego de encender el primer fósforo pudo distinguir que no eran cajitas, sino huecesillos del tamaño de una falange. Sintió que la boca se le llenaba de saliva. Las demás cajitas, entonces, también tomaron formas de protuberancias y dobleces propios de los huesos. Trató de convencerse de que serían, al igual que los cueros que adornaron la pared, de animales cazados, pero frente a aquella hipótesis se le atravesó la fotografía de la esclava mutilada por el amo, el gesto arrogante de Ernest Mor junto a ella, mostrando con orgullo el muñón.

Buscó alguna irregularidad en el almacén de restos y encontró, completo y con parte de la piel milagrosamente conservada, un innegable pie humano.

Pensó que debía tomar nota urgentemente, quizá dibujarlo para estar seguro de que no era la histeria apoderándose de su percepción en circunstancias de tanta vulnerabilidad. Por suerte, el contenido de la bandolera seguía a salvo.

El dolor del brazo sobre el que aterrizó lo movió a encender el segundo fósforo, tratando de sentir seguridad bajo sus pies, plantándolos firmemente y sintiendo cómo el agua del suelo le empapaba los calcetines.

Rodeó el mueble de los huesos, pasando frente a la vitrina de los frascos, sintiéndose extrañamente atraído a revisarla, pero consciente que su prioridad era dar con una salida. Al tercer fósforo la encontró: cuadrada y salvadora, sobre su cabeza, delineada por vigas que también habían resistido al incendio y barbada por escalones de piedra, una trampilla de entrada que se negaba a moverse.

—¡Cinco! ¿Me oye? —gritó.

—Sí, dígame.

—Ya encontré una abertura en una parte que no está quemada. ¿Ubica mi voz? —Cinco respondió con un «sí, señor»—. Estoy tratando de abrir pero…

En eso, Uno escuchó el peso de un mueble siendo arrastrado. Luego un crujido. Las caras de Tereso y Cinco se enmarcaban en la claridad.

—Venga, necesito que me ayude a registrar algo —dijo a su compañero.

La luz que entró por la trampilla se reflejó en el agua del suelo, proyectando sus ondas en el techo sembrado de líquenes, con lo cual ya no necesitaron los fósforos. Abrieron la vitrina y acercaron el rostro a los varios contenedores de cristal que ahí había, pero en el líquido turbio que almacenaban costaba distinguir las formas. ¿Era aquello un par de ojos? ¿Era eso otro una cabeza humana? Ni siquiera Uno sabía discernir qué era todo  aquello.

—No los vaya a tocar…

Cinco tomó uno de los maderos achicharrados que habían caído junto con Uno y lo metió entre los frascos. De inmediato una agitación hizo tintinear los cristales y por entre sus pies distinguieron el zigzagueo muscular de una serpiente. Brincaron para apartarse y luego una descarga de rifle terminó de arrancarles el alma. Tereso le había acertado un tiro desde las gradas. Se acercó sin ver las caras de disgusto salpicadas de sangre y agua podrida de los policías. Levantó el cuerpo lánguido, con la cabeza reventada y chasqueó.

—Ah, We ri’ are’ jun chi kech  ri man k’o ta kub’ano —dijo Tereso—; sib’alaj b’isob’al.

La examinó bien y se puso a calcular por dónde sería más fácil destriparla para cocinarla después. Se la echó al hombro, mojándose un poco y preparó otro tiro.

—Vaya que todavía sirve ese tu fierro viejo —dijo Cinco.

De vuelta a los frascos, Uno tomó el más grande que se supo capaz de cargar y lo llevó a donde la luz pegaba más fuerte. En efecto, era una pequeña cabeza humana. Cinco volvió a persignarse.

—Todo esto está bien estudiado, ¿sabe? —dijo el agente aunque, en sus fueros internos, no entendía nada—. Todos estos comportamientos están estudiados ya. Esto de obsesionarse con algo, coleccionar, de tener epifanías a través de una conección divina, miedos súbitos… es de lo que padecían varios emperadores romanos, pero ahora no recuerdo el nombre del padecimiento.

Devolvió el contenedor a su lugar y, con sumo cuidado, sacó otros para llevarlos a la luz uno a uno: manos, pies, dedos, orejas, ojos y otra cabeza…

—Aquí hay un feto, incluso —exclamó sorprendido. Se sintió visto, pero, contrario a lo que su intuición le indicó en un principio, aquella sensación no tenía nada que ver con aquellos contenedores. Cinco no se atrevía a mirar los frascos de cerca y, en vez de eso, se puso a explorar el resto del sótano, cuya pared, en el espacio más grande y profundo, tenía otro glifo Ek’ y un reguero de cadenas y maderos debajo.

—Y aquí, de plano, es dónde tenía a los esclavos —le dijo Uno poniéndose a la par.

—No, esto no es un lugar para mantener gente que le vaya a servir, usté’… Aquí era para castigar o para matar a la gente —Cinco removió unos maderos con la punta del zapato—. Esto era un potro.

—¿Cómo lo sabe?

—A veces ha tocado ponerse firmes con los subversivos…

«Un torturador católico», pensó Uno, sabiendo que de proferir aquel comentario se le iría la vida de inmediato por el hoyo que Cinco le haría en la frente con su pistola. Volvió hacia su sombrero, se agachó para recogerlo pero, al darse cuenta de que ya estaba comenzando a ser colonizado por tepocates, lo dio por perdido, al igual que toda su muda. Sintió en la bolsa de la camisa el crujir de los pedazos de daguerrotipos rotos. Algo seguía con los ojos enganchados a él.

En una esquina, había un jarrón puesto sobre una mesita esquinera, que lo mantenía por encima de la humedad. Dentro, dos plumas largas y tornasoladas, que al principio Uno c reyó de pavo real. Ostentaban un par de grandes ojos de lechuza en sus puntas. ¡Eso era lo que «lo veía»! Se acercó. El patrón de las plumas le hizo pensar en una especie de polilla que había visto en el museo de historia natural. Recordó que algunos animales tenían un sistema de defensa basado en hacer creer que ciertos patrones de sus superficies son ojos enormes, ojos de depredador. Y así lo sintió. Era observado por una bestia sin dimensión desde aquellos ojos falsos, posados por décadas en la nada desde su jarrón decorativo en el sótano de un asesino. Tuvo el impulso de llevarse una de aquellas plumas, pero la posibilidad de que el jarrón estuviera habitado y que la mitad oculta de su contenido se hubiera podrido lo persuadió. Sin embargo, hizo un rápido boceto en su libreta, resistiendo el dolor de la caída que ya empezaba a calar.

—Creo que ya tenemos bastante —dijo dirigiéndose a Cinco—. Lo mejor sería ahora tratar de entrevistar a algunos residentes de por acá. Siento que nos va a hacer falta un traductor…

 

 

Salieron por los escalones. Un pasillo lateral conducía a otra parte del jardín y desde allí alcanzaron a distinguir, entre los follajes, los techos de varias otras casas. Supusieron que, por el ángulo y la altura de la salida que habían tomado, habrían descubierto una forma más fácil de volver al poblado. Caminaron –Jawichi’ kuje’ kuje’ kamik? Pa utinimit ri kaxla’n?–.

Luego de ordenarle a Tereso que abriera una senda con el machete corvo, Cinco encontró una calle gastada por pies antiguos. Anduvieron cabizbajos unos doscientos metros hasta la entrada.

—Ahora es cuestión de ver en dónde nos podemos hospedar…

En la calle principal se toparon con el rótulo de un hotel, pero no daba trazas de que alguien estuviera atendiendo. Ambos policías tuvieron la fuerte sensación de estar soñando cuando se percataron de que aquel hotel, cuya arquitectura imitaba las casas sureñas de las plantaciones esclavistas de Estados Unidos, estaba deshabitado y que el cielo se veía por todas las ventanas del piso superior. Habían entrado, sin darse cuenta, en otra sección de la propiedad de Ernest Mor, un pueblo abandonado con un carácter muy diferente al de Las Labores.

 

 

 

 

 

Fundación Paiz presenta

Publicación digital #2

El acto de los wayob (fragmento)

Premio Centroamericano de Novela 2023 Mario Monteforte Toledo

Martín Díaz Valdés (Guatemala, 1985)

Selección del manuscrito original, por el jurado calificador -Denise Phé-Funchal, Julio Serrano Echeverría y Arnoldo Gálvez Suárez-

Ilustraciones por Martín Díaz Valdés

Guatemala, 5 de octubre de 2023

www.fundacionpaiz.org.gt

Fundación Paiz para la Educación y la Cultura / Coordinación editorial y dirección de arte: Karen Bethancourt / Diseño y maquetación: Leo Barrera, Edición de textos: Magui Medina / Colaboración de: Denise Phé-Funchal  / Webmaster: Fernando Ávila 

Esta publicación tiene como finalidad la difusión de la literatura centroamericana y la presentación de un fragmento de la novela premiada en la última edición del Premio Centroamericano de Novela 2023 Mario Monteforte Toledo, en respuesta al interés de los lectores por explorar la obra galardonada. El autor retiene todos los derechos de su obra.

El Premio Centroamericano Mario Monteforte Toledo es un certamen literario que honra la excelencia narrativa en las categorías de novela y cuento, fue establecido en 1997 por iniciativa del autor guatemalteco Mario Monteforte Toledo. Durante su primera etapa, que se extendió hasta el año 2015, la Fundación Mario Monteforte Toledo estuvo a cargo de la gestión del premio y entregó un total de 18 reconocimientos a obras literarias sobresalientes.

A partir del año 2021, resugió bajo la administración de la Fundación Paiz para la Educación y la Cultura. En esta nueva fase, la Fundación Paiz asumió la producción y la responsabilidad de otorgar el premio, marcando un renovado compromiso con la literatura y las artes. Desde entonces, se han entregado tres galardones, consolidando así la continuidad y relevancia de este valioso certamen literario en el panorama cultural de la región.

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