En la actual edición de la Bienal de Arte Paiz, las palabras, la poesía y la literatura han sido clave. Es por ello que abrimos un espacio para que visitantes de distintos perfiles cuenten su vivencia ante el arte difundido en la Bienal. A continuación, el primer artículo de este espacio, perteneciente a Jeanny Chapeta, escritora y columnista.
Bebí palabras sumergidas en cemento
Por: Jeanny Chapeta
Yo no me consideraría una gurmé del arte. Lo mío es lo que se cuenta, las palabras que hacen caminos, lo construido, la narrativa. La poesía siempre me ha parecido podar nubes y si eso me pasa con las palabras, que ya vienen hilvanadas, imagínense con las artes visuales. Me encuentro siempre frente a cuadros, exposiciones, esculturas que me hacen sentir que tengo que entrecerrar los ojos para ver si así entiendo lo que los autores quisieron decirme y con frecuencia, por más que los cierro, giro la cabeza y me esfuerzo, no veo nada.
Aun así, fui a la Bienal. Principalmente porque quiero que la vida me agarre sabiendo. Y porque leí que el título de esta edición estaba inspirado en un poema de Maya Cú.
Que una bienal tenga por concepto un poema en una tierra tan yerta de arte es una proeza. Y ese verso me ganó. Así que a eso fui. A buscar sueños. A beber palabras. Lo que encontré fue un dolor punzante. En el segundo piso de la sede del Centro Cultural de España en Guatemala me encontré con la obra de Marilyn Boror Bor. Pedazos de concreto sosteniendo vasijas a medio deshacer. Escudillas de barro con su consabida cuchara y adentro, lo que tendría que ser un delicioso caldo, ocupado por un mazacote grisáceo. Un tamal medio desenvuelto, con todas las arrugas de su hoja, pero duro como piedra. Pinturas escondidas entre la finísima capa de un líquido denso profundamente apagado. Bordados sumergidos en bloques grises. Lo que había en esa sala eran costumbres sumergidas en cemento. En las descripciones de todos los objetos intervenidos rezaba De la serie Nos quitaron la montaña, nos dieron cemento.
María Teresa, una guía muy entusiasta me contó que en la ciudad de la que Marilyn es originaria, San Juan Sacatepéquez, una cementera desabasteció de agua el lugar. Cada pieza, salpicada, maltratada, rota, pegada, e inutilizada de cemento refleja el cambio que sufrió la comunidad, las heridas de la montaña, las cicatrices secas de un pueblo que ahora el agua la recibe a gotas. Un lugar conocido por sus flores y su vida, opacado por el gris del consumo desmedido y la derrota.
En Marilyn, el arte es una historia que vibra en cada objeto que toca, que interviene. Es una denuncia de lo robado, pero también una demostración de la supervivencia a toda costa. El día de la inauguración, ella rompió con un martillo el cemento que cubría los tres cuadros que se exhiben al fondo de la galería, y la capa que impedía ver el fruto de su trabajo, su creación, cayó. Cayó porque al final del día, la vida tiene que poder más que el cemento, que ya lo dijo Luis de Lión:
Salí del CCE acongojada, pero satisfecha. No lo esperaba, pero me encontré con una historia, con una herida, con una lucha. Así, sin entrecerrar los ojos, girar la cabeza ni contorsionar el cuello. En la obra de Marilyn, lo que hay es lo que se ve, y lo que falta, lo que se siente. El arte que se valida a sí mismo es así.