
Por Giulia Reyes (Columna invitada)
La escritora Giulia Reyes comparte sus reflexiones sobre la posibilidad de acercamiento y democratización del arte a partir del circo contemporáneo, luego de recorrer las actividades públicas del quinto Festival Internacional de Comedia y Circo, Chiripa, realizado del 14 al 16 de marzo en la ciudad de Guatemala.
Quizás el primer recuerdo que tengo del circo es el de una carpa que aterriza mágicamente en el pueblo, guardando secretos y bestias. Las lucecitas de colores, olor a estiércol, maderas que se tambalean en una suerte de piso improvisado, dulce en el aire y más importante: un círculo. Alrededor de esta pista en medialuna desfilábamos todos, llenando los asientos de “niñas, niños, abuelitas y punks”. Nos formábamos para “ver qué hay” con toda la ilusión, pero sin medir lo que esa experiencia implicaría para todos los presentes. El fin de semana de la quinta edición del Festival Internacional de Comedia y Circo, Chiripa inhalé esos momentos, y pude ver de cerca lo que realmente sucede después de escuchar las correspondientes palabras de apertura. Cada uno en su asiento, con la carita iluminada por luces tenues, pierde el barniz de su cotidianidad y se desviste en emociones alrededor del más desnudo de todos: el artista.
El término ‘artista’ tiene para todos un sentido muy lógico dentro de la carpa y más aún si se tiene un escenario y artilugios extravagantes. Pero —al bajarse de estos pedestales— el público está muy acostumbrado a arrancarle esta etiqueta de prestigio a aquellos que se dedican al circo. Lo cierto es que el circo salió hace mucho de estos espacios, ahora corre desenfrenado por calles y avenidas, malabareando ojos que lo quieran ver. El Festival Chiripa nace de la necesidad de traer a esos ojos para ver a estos dioses que no saben de física ni de lógica, que no saben de orden ni de seriedad, pero que saben aún menos de mediocridad.
Una chiripa es una suerte, un destello de alegría luego de una casualidad favorable. Este festival es precisamente un conjunto de todas esas suertes dulces, pero construida con muchos más esfuerzos amargos. La obvia carencia de espacios y financiamiento para las artes en Guatemala abre una brecha en la que el circense parece una suerte de bohemio sin ley, pero que está construido con más disciplina que cualquier burócrata. La Escuela de Circo Batz ha servido como uno de los únicos espacios de formación para artistas de circo, poniéndose al hombro el futuro de las artes circenses en Guatemala. Hoy son sus integrantes, junto con varios otros amigos de vida y de circo, quienes nos regalaron tres fechas completamente gratuitas para experimentar el circo contemporáneo —el circo crudo— de primera mano.
El término ‘artista’ tiene para todos un sentido muy lógico dentro de la carpa y más aún si se tiene un escenario y artilugios extravagantes. Pero —al bajarse de estos pedestales— el público está muy acostumbrado a arrancarle esta etiqueta de prestigio a aquellos que se dedican al circo.
El festival se inauguró con la presencia de Panchorizo, uno de los primeros fundadores del Festival Chiripa y creador de Garrik, el acto que presentó el viernes 14 de marzo en el Centro Cultural de España. A las 7 de la tarde la sala se llenó por completo de un público inusualmente más adulto de lo que acostumbra el artista. Transportándonos a su época —una de maletines, bigotes espiralados, imágenes en blanco y negro y la melodía de Gnossiennne: No.1— Panchorizo se presentó como un payaso deprimido, que conversa con su psiquiatra algunas soluciones a su “locura”. Si hubo algo que el artista supo desafiar en el acto fue la gravedad. La de los objetos que balanceaba, la de una manzana que voló de una pala a un tenedor en su boca, pero, sobre todo, la gravedad de la situación.
Por muchos malabares, canciones y chistes auténticos muy disfrutables, nada elimina la escena en la que el artista escribe su carta de suicidio. Un momento puntual que resume bien la función sucedió mientras una luz azulada iluminaba el escenario. El artista mira hacia abajo, sosteniendo la pesada pena de su personaje, extendiéndose sobre el sinsentido que le resulta continuar con su vida, y en ese mismo momento escuchamos la clara risita de un niño en la tercera fila, inmiscible al resto del público. Tiene sentido que el circo haya sido demonizado hace varios siglos, si lo que se intenta hacer es ver la muerte a la cara y sacarle una carcajada, o bien, ver a la desdicha de frente y reír. Claro que se puede sentir como desafiar a un dios. A mi parecer, sin embargo, lo que se desafía es a algo más importante.
La segunda fecha del festival nos reunió justo frente al Palacio Nacional de la Cultura, bajo un cielo despejado y hermoso que se llenaba de burbujas, aviones y olor a bloqueador. Nos sentamos en el piso los convocados y muchos más que se encontraron con el show. De pronto se nos presenta un hombre alto, delgado y rosado de Sol cargando un tronco de unos tres metros y medio. Se trataba de Joan Catalá, que daba la impresión de haber llegado caminando de España misma. Hacía bailar al poste mientras marcaba puntos con tiza en el piso, dibujando su escenario. No reparó en nuestra presencia, lo que nos obligó a esquivar el poste —que a veces giraba hacia nosotros, amenazante. Esto hizo que las risas burlonas de algunas personas se quedaran mudas de asombro. Entre sonidos guturales, gritos e instrucciones monosilábicas, el artista se transformó en un sargento antiguo, sin lengua ni país, que domaba al poste y a nosotros. El show concluyó con una escena imposible: Miembros del público, en coordinación muda, erguían el poste con cuerdas. El artista se trepó a aquél obelisco alienígena suyo y se balanceó tirando confeti. Para mí, lo trascendental no fue únicamente el show de Joan, sino el ver a tantas personas reunidas en la ciudad de Guatemala, maravilladas, compartiendo el espacio público sin otro fin más que el disfrute. De acá surge el lema del festival para este año: Enclaves para la imaginación, los lugares que soñamos. Un enclave es un territorio dentro de otro territorio, y es precisamente lo que se logró construir en estos tres días.
El festival concluyó en la sala de teatro, en del Instituto Guatemalteco Americano. La clausura tomó forma de varieté. Reflectores abrieron una viñeta en la que se presentaron Abocleto y Cayopodo —dos payasos con una gran trayectoria. Las risas eran variadas: nuevas, jóvenes, adultas y carrasposas. El último espectáculo de Chiripa dio lugar a siete números de largo formato. Todos los presentes se encontraban absortos ante las presentaciones: por las telas rosas, por los aros dorados que parecían burbujas, por los malabares que volaron una mariposa nacida de una maza y dos aros, por las flores que caían sobre una bailarina voladora y también por la suavidad de la danza contemporánea. Comencé a fijarme en cada detalle del teatro. Cada reflector, cada asiento, cada cable indescifrable, cada aparato de sonido y todas las yardas de telón que nos abrazaban me resultaron un privilegio descomunal. Que en la ciudad de Guatemala —con sus batallas, su hostilidad y sus limitaciones— pueda brotar un encuentro así me parece algo que no puede olvidarse. La gratuidad del festival, lejos de implicar una reducción de calidad, la intensifica; y el trabajo de los artistas, voluntarios y organizadores —que también han servido de maestros— ha sido todo a pulmón.
Nada se iguala a ver el show en carne propia, así que no considero un spoiler el comentar el final del número de Panchorizo. El artista descubre, una vez más, que su vacío solo puede ser llenado con aplausos. Fuera de considerar esta conclusión como algo egocéntrico o soberbio, el aplauso me resulta la demostración más fiel de lo que le da sentido a cualquier trabajo: el ser celebrado por tu comunidad. Quien hace malabares rara vez lo hará por el dinero, quien se dedique a contar chistes en un monociclo no lo hace porque sea su mejor salida laboral. Al final debemos comprender —y celebrar— que el circense nos regala su cuerpo, sus miedos, su ingenio y sus destrezas, a cambio de juntar nuestras manos en agradecimiento. En esta simbiosis perfecta —que resulta además ser un acto que nos sincroniza con un montón de extraños— es nuestro deber recordar que necesitamos del artista, de su mundo y del circo.
Cuando era chica, esa carpa enorme se retiraba después de su última-última función como una nave nodriza y nos dejaba con la congoja de que “el circo se fue”. Con esos camiones se iba desvaneciendo lo que nos había pasado, ese momento en el que estuvimos todos juntos, en el que con el círculo volvimos a cero, a nuestro origen. Con payasos, malabaristas, acróbatas y bailarines que nos regalaban la oportunidad de volver a nuestras sensaciones básicas. Como quien después caminar vuelve a gatear, para ver el mundo más de cerca o como quien después de hablar se queda mudo, dotado solo de risas, suspiros y llanto. Hoy entiendo que el circo no sólo nunca se fue, sino que ese círculo se puede dibujar con tiza, con un chorrito de agua o con cuerpos de gente curiosa. Que a la carpa se la lleva el viento, pero los pies de quienes la levantaron siguen puestos firmes, invitándonos a que nos quedemos a ver, a armar una ronda, a juntar las manos y a ver al otro con ojos de par.